Nunca soñé con ojos que me escrutaran. Que me escrutaran no sin dejar de entornarse alguno, alternativamente. Tres ojos y no tres pares de ojos, tres ojos oscuros. Y que se posaran sobre mí sin benevolencia ni animosidad, desde un rincón inconfundible, irreprochable. Desde una mirada por la que pudieran pender arañas argentadas, pendiendo como sólo lo pueden hacer lo esencial y lo sutil. Lo sutil exhausto y lo esencial moribundo.
No estaríamos así, hundidos en un zoológico humano, trastornado solo por el hombre y hasta ese momento estaría olfateando en vano. Yo sería hasta entonces, una pura memoria afanándome por recuperarme. Sería, claro, una sustancia en su propia procura.
Nunca soñé con escaleras desvaneciéndose sobre un valle de incienso. Dos mil ochocientos peldaños en escaleras de fibra. Incienso que cubre todo el valle al que pertenezco desde mi primera infancia, anotando en un cuaderno mis sueños. No estaría allí como ninguna de mis presencias mensurables.
Nunca soñé con polígonos de piel humana, impidiéndome apoderarme de la gracia eterna. Es poco no haber soñado nunca con la gracia apoderada, impidiéndome la piel humana de los polígonos.
Nunca soñé con el deseable poder de cristalizar, seleccionar y envasar un crepúsculo. Y dejarlo consumir después, sin reparos.
Nunca soñé con un espejismos, ni cóncavos ni convexos. Espejismos con los que hubiera podido restituírseme la gobernabilidad de mis sueños.