LA CALLE DE LA CALAVERA

LA CALLE DE LA CALAVERA

(Todos los datos contenidos en este cuento, son ficción y no refieren a ningún hecho o personaje histórico real)

Una vez, en una plática entre amigas, una preguntó por qué algunas muchachas se enamoraban tan jóvenes y se embarazaban a temprana edad, sin estar preparadas para la vida y para el nuevo ser que traían al mundo.

Una de ellas comentó que eso no pasaba en sus tiempos y que antiguamente, las muchachas eran más recatadas y más vigiladas que hoy en día y que las educaban de manera tal y las cuidaban mucho para evitar que esto sucediera y si de plano era imposible, las metían a los conventos y las enclaustraban allí.

Este comentario trajo a mi memoria una historia que me contaron siendo yo joven, pero que me impresionó mucho y que sucedió hace muchísimos años, tantos que parece casi increíble que haya sucedido.

La historia comienza con una piedra que encontraron unos peones que trabajaban en una construcción de un edificio. La piedra era de cantera, de color negro y regulares dimensiones, pero tenía tallada una fecha, 1532 y un nombre, José María (algo ininteligible) y Pinzón. Les llamó la atención por la hermosa letra con la que había sido tallada la piedra y que casi parecía una firma de tan elegante.

La piedra la recogió el dueño del edificio que se iba a construir allí y la llevó a la Universidad, para que revisaran tanto la fecha como el nombre. En la Universidad perdieron pronto el interés en la misma ya que la fecha allí indicada era incomprensible e improbable que alguien lo hubiese tallado así y del nombre no había ningún registro, ni nada, así que le devolvieron la piedra al dueño, sin ningún comentario adicional. Él no se conformó con esta respuesta y quiso averiguar un poco más, así que guiándose por el nombre tallado, fue a la Cd. De México y en el museo de Antropología e Historia encontró en unos documentos, una lista de los marinos que llegaron al Puerto y allí descubrió que el nombre era muy similar al de uno de los navegantes, quien en 1492 descubrió América y quien tal vez, separándose de sus compañeros, llegó hasta este lugar y se apostó en esta ciudad. Claro que todo esto es solo una suposición, ya que no hay ningún vestigio escrito que pueda comprobarlo.

En fin, el dueño de la extraña piedra siguió muy intrigado, así que continuó preguntando a cuanto conocido tenía y la abuelita de un amigo suyo, miró la piedra con mucha atención y le refirió la siguiente leyenda, misma que ella escuchó a su vez de su abuela, así de antigua era la leyenda y así de fantástica fue transmitida, de boca en boca, como suele suceder con este tipo de historias.

Corría el año 1531 aproximadamente, poco después del descubrimiento de América por los Españoles y de la llegada de Hernán Cortés y sus huestes, logrando la dominación y conquista de este nuevo territorio para la corona Española y a un año de que se fundara la ciudad de los Ángeles por los frailes Franciscanos quienes guiados por Fray Toribio de Benavente (llamado por los indios, Motolinia) y Don Hernando de Helgueta, quien se encargó de los trabajos de la traza de la ciudad, misma que ya se encontraba habitada por varias familias venidas de España y quienes fueron construyendo poco a poco, la elegante y próspera ciudad en la que se convirtió después.

Entre esas grandes casonas y haciendas había una, la más alejada y sombría, ya se notaba por sus dimensiones, que iba a ser una gran habitación y el dueño era un español, bigotón, bien gordo y grande, con unos brazos como robles, era no tan joven pero vigoroso y además poseedor de un muy mal genio que se arrebataba con facilidad increpando y agrediendo a todos.

Llegó y de inmediato tomó como propiedad suya (sin que nadie se atreviera a discutírselo) un gran terreno cercano al rio y comenzó con la construcción, prácticamente el solo, con la ayuda de algunos indios que el mismo había contratado y que vigilaba constantemente.

Tenía este caballero una gran espada y un mosquete, el cual tronaba cada vez que se enfurecía, (lo que era muy frecuente) haciendo correr despavorido a cualquiera que estuviera cerca.

Parecía estar soltero y al año de comenzar la construcción, yendo a la ciudad, se encontró con una hermosa, joven y atenta mujer, también de la corte española, quien recién había enviudado y se encontraba también sola. Don José María, como era conocido el caballero mencionado, se enamoró y en menos de un mes de conocerla, le propuso matrimonio.

Los humildes frailes Franciscanos tenían entonces demasiadas tareas pendientes con la cristianización de los indios, por lo que no tenían tiempo para dulcificar, con las palabras del evangelio, el carácter de este hombretón tan agresivo, así que una vez que decidió casarse con la hermosa dama, nadie se atrevió a contradecirlo.

La boda se celebró en la pequeña capilla recién instalada en el alto de la colina del otro lado del río.

Don José María y doña Elodia se instalaron en la casona antes mencionada y poco antes del año de casados, doña Elodia dio a luz a una pequeña y lamentablemente murió poco después del parto, así que don José María se quedó de nuevo solo, ahora más deprimido y por ende también, más agresivo y aprensivo, pues combinó su tristeza con el alcohol y las borracheras continuas, lo que lo llevaba a pleitos y discusiones y entre ellos a varios enfrentamientos en los que más de uno perdió la vida a manos de este poderoso y agresivo hombre.

Don José maría consiguió entre las indias a una nana para la bebé y cuando la criatura dejó el pecho, buscó otra india fuerte y resistente que tuviera la voluntad y la capacidad de cuidar a la niña. La pequeña fue creciendo y don José María se desvivía por su hija, a la que llegó a adorar hasta límites imposibles. Se volvió un padre celoso y dominante y obligaba a la pequeña a quedarse encerrada en la casa. Nunca salía ni al jardín y no permitía que nadie la viera.

Cuando llegó la edad de que hiciera la niña su primera comunión, recibió de España en un baúl entre otras cosas, ropas propias para la fiesta y una pesada y enorme mantilla gruesa de color blanco, con la que la pequeña fue envuelta como tamal y de la que no se asomaban ni los ojos ni los cabellos, a guisa de fantasma envuelto, la niña se presentó en la iglesia y recibió su primera comunión completamente tapada y escondida detrás de estos ropajes.

El párroco estaba muy sorprendido, pero no se atrevió a decir nada y menos conociendo el violento carácter del papá.

Los años transcurrieron, la niña cumpliría en los próximos días sus primeros trece años y nadie había podido ver a la jovencita, quien cada domingo iba a escuchar misa cubierta con su enorme manto blanco, acompañada de su dama, la india que el padre había conseguido y que la cuidaba y del feroz padre, que miraba con ojos terribles a cualquiera, hombre mujer o niño, que se atreviera a posar su mirada en la extraña figura de la muchacha envuelta de pies a cabeza.

Sin embargo, un joven curioso se atrevió a mirarla y notó en ella, la elegancia y la finura de su esbelta figura. Quería seguir viéndola y se topó con la terrible mirada del padre y lo comprendió todo. Pero el celoso padre, la forma en que la tenía encerrada y el miedo que le daba a todos, solo inflamaron aún más su deseo de conocerla.

Se acercó disimuladamente a la ama de compañía y le dejó un recado escrito. La india no sabía leer, pero al mirar al joven a los ojos, entendió perfectamente su intensión y ya para entonces, ella era la única amiga que la muchacha tenía y las dos se profesaban un gran cariño, por lo que comprendiendo al joven, le entregó a la muchacha el recado recibido.

Eloísa, que así era el nombre de la hija de don José María, en cuanto tuvo la oportunidad, sola en su cuarto, leyó el mensaje y casi se desmayó de la impresión. Por primera vez en su vida, alguien ajeno a la casa y totalmente desconocido para ella, quería verla. Se puso terriblemente nerviosa y cuando entró su amiga a verla y a ayudarla a vestir para la cena, estaba muy pálida. Así se lo hizo notar su ama y le advirtió que el padre bajo ninguna circunstancia debía saber de este mensaje y del joven, pues muy probablemente lo buscaría para matarlo.

La niña asintió, conocía a su padre y sabía de lo que era capaz, pues ya en otras oportunidades y por motivos bastante más banales, había matado a varios hombres. ¿Que sería si se enterara de las impensables intensiones del muchacho? y Eloísa temblando le confesó a su ama, que lo mejor sería desechar el mensaje cuanto antes y evitar ser vista nuevamente por el joven. Tal vez, si no la volvía a ver en un tiempo, la olvidaría, pensó inocentemente.

Así fue como el siguiente domingo y los subsiguientes, Eloísa encontró excusas para no ir a misa, hasta que se le acabaron las excusas y un sacerdote padre Franciscano se acercó a la casa a hablar con ella. Don José María no se opuso a esta visita, primero porque se trataba de un sacerdote y por el otro, porque estaba preocupado por la actitud escurridiza de Eloísa y quería saber qué era lo que le pasaba.

Suavemente presionada por el sacerdote, la joven finalmente confesó el tema del mensaje del muchacho que la vio en misa y de lo que ella estaba sintiendo en su interior, de esas extrañas sensaciones que la atormentaban y del terror que sentía por su celoso padre.

El sacerdote le aseguró que nada de lo que ella estaba sintiendo era malo, todo lo contrario y que de alguna forma tendrían que convencer a don José María de que le permitiera conocerlo y salir como cualquier otra muchacha de su edad, que la forma en la que la tenía encerrada era antinatural y vergonzosa, pero en cuanto el joven sacerdote le comentó esto a don José María, éste sacó su espada y de un solo tajo, le cortó la cabeza al sacerdote tirando el cuerpo a la calle y entre gritos, sosteniendo la cabeza del pobre e inocente sacerdote con una mano y en la otra la espada aún sangrante, amenazó a toda la comunidad y a la iglesia, que nadie podía acercarse a su casa y mucho menos a su hija.

La niña, al ver la terrible acción de su padre, aterrada se encerró aún más en sí misma y ya no permitió ni siquiera que su padre la viera de nuevo, cubriéndose completamente con la pesada mantilla blanca, incluso dentro de la casa.

La ama y amiga entendió el profundo dolor de la joven y le prometió ayudarla como sea, así que en la siguiente oportunidad que tuvo al salir por el mandado, buscó al muchacho y le ofreció ayudarlo a entrar a la casa y ver a la muchacha en la primera ocasión posible.

La ocasión propicia se presentó pronto, don José María tuvo que hacer un viaje de unos días a la capital, llamado por los altos mandos de gobierno que lo invitaron a participar en un evento de la alta sociedad Española y a la que no podía faltar. Don José María quiso en principio que lo acompañara Eloísa, pero ella rechazó por completo la invitación y cubriéndose aún más, rechazó a su padre argumentando que bajo ninguna circunstancia se destaparía y que así cubierta como estaba, ninguna sociedad la iba a recibir o sería el hazmerreir de todos.

Don José María aceptó el argumento, ya que él mismo lo había propiciado y sería muy raro que si él siempre había obligado a su hija a estar encerrada y cubierta de pies a cabeza, ahora y por un capricho de la nobleza, tuviera que revertir su propia orden, tuvo que resignarse a ir solo, así que con mucha pena se despidió de su hija y partió con prontitud, prometiendo regresar lo antes posible.

Esta circunstancia fue rápidamente administrada por el ama, quien sin perder tiempo ni un momento, buscó al joven y lo ayudó a entrar a la casa por una pequeña puerta trasera. Hemos de decir que el padre, sospechando hasta de su propia sombra, había dejado puertas y ventanas fuertemente atrancadas y a los trabajadores, seriamente amenazados de muerte si alguien ajeno entraba, pero esto no amedrentó al ama, quien ni tarda ni perezosa, logró su objetivo.

Los muchachos se encontraron por primera vez en uno de los patios interiores de la gran casona, bajo la luz tenue de una luna llena de Octubre, que sumisa y protectora los vigiló todo el tiempo.

Sus risas discretas, sus susurros y el tierno nerviosismo de los que se citan por primera vez, la tersura de sus voces y las primeras caricias y hasta un que otro tropiezo, la niña nunca había sido tan feliz en su vida. Pero el tiempo pasa irremediable y el padre regresó antes de lo esperado. Por solo una gran casualidad y suerte, la ama se enteró antes y pudo advertir al muchacho quien con todo el dolor de su alma, se despidió de su amada no sin antes jurarle que regresaría por ella, que vería la forma de rescatarla.

¿Cómo podría ahora el muchacho cumplir su promesa?

La niña entre tanto, se sentía inmensamente feliz y eso no podía esconderlo debajo de su mantilla, su andar era más ligero, parecía volar sobre las baldosas del piso y de cuando en cuando, se le escapaba una corta y suave copla cantando a media voz, con un tono angelical y maravilloso.

Su padre lo había notado y sorprendido, antes de su viaje a la ciudad la niña lo había tratado con rudeza, le hablaba en voz baja y sumisa, eso sí, pero con un tono de rencor doloroso y ahora que había regresado, era la misma voz obediente, pero mucho más dulce y suave la que le contestaba.

Sin sospechar nada aún, don José María se sentía también un poco más aliviado al ver a su hija tan feliz.

El ama protectora, no quiso interrumpir la felicidad de su niña y la dejó cantar, reír y sentir con todo el esplendor su sentimiento floreciente, el amor naciendo en su interior y también se sintió, por primera vez en tantos años, inmensamente feliz.

Entre tanto, el muchacho ardía de amor por la joven a la que recién había conocido, su extraordinaria belleza, la dulzura de sus ojos y su hermoso carácter lo habían conquistado completamente. Estaba decidido a hacerla su esposa.

El provenía de una famosa y acaudalada familia asentada en la ciudad, sabía que Don José María no era ni estimado, ni aceptado en los círculos sociales a los que él pertenecía y seguramente sus padres tampoco aceptarían esta unión, pero nada de eso le importó. Había tomado su decisión y así se lo externó al ama de la niña. Ella ya lo había adivinado y con gran alegría se lo comunicó a la muchacha, quien tomó la noticia con serenidad y profunda aceptación, pues por supuesto, ella también estaba enamorada.

Sin embargo, don José María era un gran y poderoso obstáculo para la felicidad de estos jóvenes y ellos ya lo sabían, así que trataron de mantener su amor en secreto lo más posible, ayudados por el ama, quien no dudaba y en cada oportunidad disponible, dejaba entrar al muchacho a la casa y los dos, en cada una de esas oportunidades, aprovechaban el poco tiempo disponible para amarse y entregarse enteramente a su inmenso amor.

No pasaría mucho tiempo antes de que el joven resolviera ir a la casa principal, declarar su amor por Eloísa y pedirle la mano de la muchacha en matrimonio a don José María. Tanto el ama como Eloísa trataron por todos los medios de disuadirlo, pero Eloísa se había embarazado y pronto ya no podría ocultarlo y si así ya era peligrosa la situación, si el padre notaba el embarazo era seguro que la mataría a ella y al bebé y esto fue lo que decidió al muchacho a proceder.

El joven no podía contar con la ayuda de su familia, quienes ya conociendo el tema, habían rechazado definitivamente la unión, así que el muchacho tuvo que ir solo a la casona y presentarse frente a don José María.

Se dio la fecha, el muchacho engalanado en sus mejores galas, con la espada del príncipe en un costado a la derecha y la botonadura de su espléndido abrigo negro y aterciopelado, brillando a la luz de los faroles, se encaminó directamente a la puerta principal, tocó la pesada aldaba del portón con fuerza, esperando.

Todos en la casa se sorprendieron al escuchar los golpes en el portón, Eloísa palideció inmediatamente, don José María la mandó subir a sus habitaciones, junto con el ama y él, acompañado de dos peones, se acercó a la puerta increpando con violencia, quien osaba molestar a esas horas.

El muchacho sin amedrentarse y sin temor alguno le contestó y mencionó su deseo de intercambiar algunas palabras con él. Don José María titubeó un momento, pero finalmente accedió a recibirlo. El muchacho entró y de inmediato comenzó a hablar de Eloísa con don José María.

Desde las habitaciones, Eloísa solo podía oír como un susurro la voz de su amado y la respuesta de don José María no se hizo esperar, le gritó con harta furia, le amenazó con violencia y de inmediato se escucharon los gritos y los golpes de las dos espadas.

Eloísa se aterró, el ama de inmediato salió de la habitación y fue derecho al salón en donde se encontró con los dos hombres ya no discutiendo, sino peleando ferozmente, el uno para defender su honor y el otro para defender su vida.

La pobre ama cayó de un poderoso estacazo que le propinó don José María, quien antes le increpó violentamente su acción al ayudar a los dos jóvenes a encontrarse. Este momento fue el que aprovechó el muchacho para atestarle un empujón a don José María y poder destrabarse del fuerte abrazo que lo tenía atrapado. Un muro falso, debido al movimiento de los dos combatientes, se movió de su lugar y el muchacho pudo ver unas escalerillas que iban hacia un sótano y allí se metió, seguido muy de cerca por don José María, quien antes de entrar, se aseguró de volver el muro falso a su lugar dejando el sótano en tinieblas.

Ninguno de los combatientes podía ver nada, por lo que cuando don José María se tropezó con algo y cayó, sintió el cuerpo del joven justo debajo de él, pero también pudo sentir la espada del príncipe atravesándole el costado izquierdo, muy cerca del corazón. Antes de que pudiera exhalar su último suspiro, don José María tomó el puñal que tenía en la cintura y de un certero golpe, atravesó el cráneo del muchacho, matándolo inmediatamente.

El silencio cayó sobre la casa como una suave cortinilla, Eloísa no sabía que había pasado y la pobre muchacha se espantó muchísimo, más aún al no escuchar ninguna voz, nada que pudiera tranquilizarla. Tomando valor de no sé dónde, se animó a bajar al salón y lo que vio allí, la obligó a dar un espantoso alarido, su dulce amiga, su ama y compañía de toda la vida, yacía tirada en su propia sangre que seguía saliendo a borbotones por la horrible herida que tenía en la cabeza, estaba muerta.

El alarido que dio la niña fue escuchado por los peones, quienes entraron inmediatamente y apenas tuvieron tiempo de sostener a la joven que cayó desmayada.

Uno de los peones salió a buscar ayuda y pronto toda la casa estaba llena de vecinos y gente del gobernador, como así también de dos o tres sacerdotes que echaban agua bendita por todos los rincones.

Acostaron a la muchacha en una cama, tratando de ponerla lo más cómoda posible. El doctor notando su avanzado estado, hizo todo lo posible por salvar al bebé, pero no lo logró. La impresión que había sufrido la pobre, fue suficiente para abortar y la muchacha entró en un estado de síncope e inconsciente estuvo por mucho tiempo y cuando despertó, no podía hablar, sus ojos parecían perdidos y su mente se había ocultado en la oscuridad de la demencia.

Recogieron el cuerpo inerte del ama y le dieron cristiana sepultura, pero de los dos combatientes, nadie encontró nada, no había huellas, ni señales de ninguno de los dos. No aparecían por ningún lado de la casa.

Del muro falso solo sabían don José María, Eloísa y el ama, así que nadie pudo buscar en el sótano y nadie supo en donde se encontraban.

De que había sucedido algo terrible allí, nadie lo dudaba. Los peones que habían acompañado a don José María, atestiguaron la entrada del joven a la casa y otra de las empleadas, aseguraba haber escuchado los gritos furiosos de don José María y el ruido de las espadas chocando.

Algunos suponían que don José María había matado al joven y había huido de allí, sabiendo que sería perseguido por la justicia. Otros suponían que había sido el joven quien había matado a don José María, escabulléndose de la justicia también, pero nadie podía asegurar nada y así quedó el misterio.

La muchacha entre tanto, vivió sumida en la demencia y tiempo después, en una noche tormentosa entre la lluvia y los truenos, estando todos dormidos, la muchacha despertó de su sueño, recordó todo en un instante y temblando aterrorizada, bajó nuevamente al salón, recordó el cuerpo tirado de su querida ama y supuso lo peor.

Miró hacia la pared falsa y supo lo que tenía que hacer. Abrió la misma y llevando consigo una linterna de petróleo, bajó con cuidado los escalones y allí estaban los dos cuerpos, ya convertidos en huesos roídos por las ratas. Vio la espada atravesando el costado de quien identificó enseguida como su padre, por la gruesa cadena que rodeaba su cuello y debajo de él, vio con el puñal atravesando el cráneo, la calavera de su amado.

La tomó con mucha dulzura y muy lentamente subió al salón. Se sentó un rato con la calavera en su regazo, cantando suavemente y llorando ardientes lágrimas dolorosas.

En eso cayó un rayo muy cerca de la casa, la hizo reaccionar y salió al patio en plena lluvia, con la calavera aún en sus brazos, alzándola hacia el cielo en un impulso y lanzando un alarido espantoso, cayó al suelo fulminada, muriendo instantáneamente y la calavera rodó hacia el pozo.

Así los encontraron y la gente se atemorizó aún más al descubrir toda la historia, que poco a poco se fue convirtiendo en leyenda cuando algunos comenzaron a comentar que en las noches de luna llena, se podían escuchar los gritos y los golpes de espadas, el alarido de Eloísa reclamando al cielo y algunos juraban haber visto la calavera con el puñal clavado, flotando en el patio.

La casona fue abandonada y con el pasar de los años, que pronto fueron siglos, la misma se derrumbó a pedazos. Algunas de las piedras fueron usadas por otros habitantes para construir sus propias casas, otras fueron alejadas o tiradas más lejos aún, pero la leyenda siguió y siguió, de boca en boca, la historia de Eloísa y de su terrible y celoso padre, nunca murió.

Así nos contó la historia, más o menos, nuestro profesor y cuando le preguntamos qué edad tenía Eloísa según la abuelita, nos confirmó que era una jovencita, casi una niña, de trece años.

Por lo que respecta a la piedra, él nos confesó que después de escuchar la leyenda y viendo que el último vestigio que podría dar veracidad a esta terrible historia, la tenía en sus manos, prefirió desparecerla, dejar la leyenda así como tal y no convertir el tema en algo verídico ya que con o sin referencias, la historia de don José María y de Eloísa estaba mejor así, como cuento y así permanecería por los siglos venideros.

Así que tomó la piedra y la usó como parte de la mampostería de su edificio, justo en donde la encontraron, justo en el lugar donde aparentemente la puso don José María, donde siempre estuvo.

Hoy en día, en el barrio, hay un edificio en una esquina y tanto los vecinos, como hasta los perros rehúyen acercarse al lugar, dicen y cuentan que por las noches de luna llena, se escuchan los gritos de alguien que furioso lucha contra otra persona y que una calavera con un puñal atravesado, pasa flotando después de la pelea, aquel que lo viera, moriría instantáneamente.

FIN

23 DE JULIO, 2016